Legados interseccionales

Andrea De Pascual (Pedagogías Invisibles). TransitarLab. 2B Llegat

Si hay una imagen de la sociedad actual que debemos tener presente es la del individualismo exacerbado que la caracteriza. Precisamente por eso la creatividad es tratada como si perteneciera a un campo individual en el que rigen las ideas de autoría, competitividad y excepcionalidad. Esta comprensión establece una distinción entre unos individuos que son creativos y otros que no, y la creatividad pasa a considerarse un bien, una posesión, que debe administrarse como si fuera una cosa. En una sociedad unificada por el consumo, y un bienestar que pasa por la acumulación, no tenemos conciencia de ser unidades que forman parte de una entidad mayor, que necesita ser alimentada constantemente mediante la contribución de acciones, y no consumiciones, para que nuestras existencias se enmarquen dentro del bien común.

A nosotras nos concierne el campo creativo desde la conciencia de que los cambios de modelos laborales, vitales, de ciudad y convivencia que vamos a encontrarnos en las próximas décadas requieren de personas y comunidades que sean capaces de decidir juntas cómo abordar estos retos y construir nuevas formas y estilos de vida desde un pensamiento artístico orientado a lo común. Al hablar de un mundo común (Garcés, 2013), no estamos pensando en construir una definición o imagen global y totalizadora de lo que este es o será. Nos inscribimos, por contra, en una lógica del fragmento, en la idea de una continuidad de seres que se saben inacabados, finitos.

Como dice Marina Garcés:
Es imposible ser solo un individuo [...]. El ser humano es algo más que un ser social, su condición es relacional [...] no puede decir “yo” sin que resuene un “nosotros” [...] ¿Y si los cuerpos no están ni juntos ni separados sino que nos sitúan en otra lógica relacional que no hemos sabido pensar? Más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan [...] porque son finitos. Donde no llega mi mano, llega la de otro. Lo que no sabe mi cerebro, lo sabe el de otro [...] la finitud como condición no de la separación sino de la continuación es la base para otra concepción del nosotros, basada en la alianza y solidaridad de cuerpos singulares, sus lenguajes y sus mentes (Garcés, 2013: 29-30).

Eso significa que cualesquiera que sean nuestras acciones, si queremos que realmente sirvan a una causa progresista, deben tener como propósito combatir los relatos basados en autonomía del yo y evidenciar nuestra inter-dependencia la cuál a su vez viene definida por la interseccionalidad que nos atraviesa y la empatía que seamos capaces de generar en nosotras mismas.

Legados ligados

Cuando Gemma Guash me invitó a Transilab a hablar de “legados”, de los testimonios como constructores de relatos y como estos transcienden contenedores estancos del saber cómo son los museos, las bibliotecas, los centros asociados a la academia; no dejaba de pensar en nosotras, en Pedagogías Invisibles (PI) y cómo precisamente proponemos detectar, analizar y transformar esos legados que nos han venido dados y que hemos decidido poner en cuestión. Esta reflexión ha transcendido nuestras formas de hacer hacia afuera y ha promovido que internamente nos hayamos comprometido a entrar en crisis sobre quiénes somos, cómo actuamos e incluso qué lenguaje utilizamos. 

Nosotras, Pedagogías Invisibles (PI), hemos asumido en primera persona del plural que el arte es nuestra forma de hacer y el socialismo creativo nuestra meta. Estas dos cuestiones conforman los espacios de sociabilidad personal y profesional en los que nos movemos y basamos esta sociabilidad en el estar más que en el ser. Quizás por eso hemos acabado formando parte de un colectivo y quizás por eso las personas con las que trabajamos son también nuestras compañeras de vida que nos acompañan tanto en las luchas personales como las profesionales (si es que existe una separación entre ambas esferas para nosotras). Pensamos que cualquier transformación en nuestros contextos más cercanos debe partir de los lugares y tiempos de la cotidianidad, que son donde nacen los miedos y las alegrías, las posibilidades y las dificultades de transgredir. Es el compromiso que nos hemos autoimpuesto y que estamos aprendiendo a gestionar.

Sentimos que el nombre “pedagogías invisibles” nos define bien. Por un lado es femenino plural, como es nuestro grupo; por otro, recoge lo que intentamos abordar y cómo lo hacemos: visibilizar otras prácticas, modos de hacer, contenidos... Nuestra forma de gestionarnos como grupo es desde una pedagogía feminista, ya que estamos en la búsqueda de un proyecto de sociedad diferente, sin opresión ni subordinación de género, sin ningún tipo de discriminación, y con mayor justicia y libertad (Maceiro, 2007) y políticas de cuidados, desnaturalizando los cuidados como algo femenino propio del ámbito privado y politizándolos en la escena pública y en las prácticas educativas y culturales como antídoto frente al capitalismo y el neoliberalismo (Tronto, 2005). Hemos evolucionado de una manera orgánica y lenta, y hemos creado nuestra propia forma de entendernos.

Tenemos diferentes intereses profesionales, niveles de implicación y responsabilidades en el colectivo. Cada una decide en qué proyectos quiere participar y de qué manera. A veces nos sirven unas estrategias que al cabo de un tiempo tenemos que modificar; podríamos decir que vivimos en el constante conflicto regenerativo. Pero, quizás, lo más importante es que sabemos que no haríamos lo que hacemos si no nos hubiéramos encontrado como grupo. Hemos crecido personal y profesionalmente juntas, desarrollamos proyectos en los que creemos, construimos entre todas y fracasamos juntas. Nadie manda sobre nadie y todas nos respetamos y admiramos.

PI es, por tanto, un ejemplo de una forma de hacer alternativa en el mundo. Es una forma de hacer basada en un pensamiento artístico, ya que ha supuesto el construir una opción diferente a las que se nos ofrecían como únicas posibles porque es una construcción colectiva y porque nos hace vivir y estar de maneras que antes no hubiéramos ni imaginado. Es el lugar donde nuestras inquietudes, motivaciones y conciencias se encuentran. Las formas de crecimiento profesional y, por tanto, personal que nos ofrecía el mercado laboral no correspondían en absoluto con nuestras inquietudes, ni en teoría ni en la práctica. Crecer significaba ascender, cobrar más, tener más poder, más responsabilidad individual; lo contrario a nuestras concepciones de vivir y desarrollarnos.

La interseccionalidad y la educación artística

Creemos que asumir estas formas de entenderse y entendernos pasa por La realidad del generar otros modos de abordar la educación artística, nos obliga a desbaratar muchos de las nociones sobre las que construimos una educación artística pre internet (Acaso y Megías, 2017) para dar a luz teorías y prácticas que son honestas con la realidad actual.

Nuestra propuesta es que para poner en práctica una educación artística del presente cuyo objetivo sea la construcción de la una ciudadanía crítica a través del trabajo con las artes y la cultura visual, es necesario que esa práctica sea interseccional, es necesario que dichas prácticas revelen el encruzamiento de opresiones que emergen de un uso asimétrico del poder y que las revelen a la vez, de forma simultánea. Es necesario que las comunidades de aprendizaje que construyen saberes desde un museo, una biblioteca, un aula o un plaza lo hagan entretejiendo cuestiones relacionadas entre sí. La ecología y el cambio climático, el hiperconsumo, el neoliberalismo o las migraciones, entre otras cuestiones, son temas urgentes atravesados todos ellos por cuestiones relacionadas con el sexismo, el racismo, el clasismo, la construcción eurocéntrica del conocimiento, la orientación sexual o la edad.

El sistema en el que vivimos no solo fabrica bienes y servicios, sino que también fabrica una forma de ser persona. Produce deseos y formas de mirar el mundo para todas nosotras y construidos por los ojos de quienes nos dominan (Herrero, 2015). Los medios de comunicación y todas las redes de telaraña que estos generan son las vías a través de las cuales se programan sociedades con visiones únicas de los cuerpos que habitamos. Se trata de una maniobra de doble engaño donde los medios de comunicación, por un lado, presentan, descalifican y penalizan otras visiones, formas de vivir y miradas ante el cuerpo de una misma y de las otras, y, por otro, nos invitan a creer que estamos del lado de quien tiene el poder de descalificar, juzgar y penalizar, cuando en realidad es quien está siendo domesticado y violado. Esa maniobra conduce a la falsa conciencia de que somos nosotras las que estamos construyendo nuestras vidas; sin embargo, es el sistema el que tiene una biografía prediseñada desde el momento en el que nacemos, biografía que se ve ajustada a lo largo de nuestra vida según las necesidades de los sistemas de poder.

Esta pedagogía de la domesticación, no solo de la mirada, sino también de la conciencia, hace que una mujer de la que se abusa sexualmente se replantee su provocación, que una persona transexual a quien dan una paliza entienda que se lo merece, que una persona negra que no tiene acceso a los privilegios de la raza blanca lo asuma como normal. La integración de la culpa de las personas que son diversas (y por “diversas” hablamos de todas aquellas personas que no sean hombres cisgénero, blancos, occidentales, heterosexuales y de valores cristianos) se hace a través de los medios de comunicación, pero se traduce y perpetúa en las instituciones. Es la llamada “pedagogía de crueldad” (Segato, 2018), una pedagogía que nos vuelve cada vez menos empáticas, menos capaces de ponernos en la piel de las otras personas y nos lleva a ser una sociedad insensible habituada al daño como una forma de relación. Ser capaz de ser cruel sin sentir. Una transformación de estas dinámicas solo pasa por transformar nuestra cotidianidad y, con ello, nuestras biografías.

En 2013, desarrollamos el programa de mediación del proyecto expositivo “Hacer en lo cotidiano” en la Sala de Arte Joven de la Comunidad de Madrid. La propuesta, comisariada por Beatriz Alonso, se planteaba cuestionar desde el arte lo más cercano, todas esas pequeñas cosas que pasan cada día, los gestos sencillos que realizamos habitualmente, y las posibilidades que desde ellos surgen para incidir en nuestros entornos, cotidianeidades y biografías. Se hablaba, por lo tanto, de micropolíticas que podemos ejercer en el día a día: en y desde el propio cuerpo, pasando por el espacio doméstico, hasta llegar al resto de escenarios de lo social. Revisar nuestras formas de consumo, la información que generamos y consumimos a través del lenguaje visual, verbal, textual y corporal; y las decisiones que tomamos a la hora de construir relaciones personales y profesionales se ha convertido en un ejercicio constante que nos forzamos a realizar las unas a las otras (Alonso, 2013). Y es que transgredir las biografías construidas artificialmente para nosotras significa atreverse a escribir las propias. No se trata de generar el último discurso académico que desmonta el capitalismo, releer a Marx o generar el trending antisistema.

Se trata de compartir las decisiones que tomamos y que más nos cuesta tomar, de ser honestas con nuestros dilemas y de construir otros modelos de familia, de hogar, de convivencia y de construcción vital con las otras, entendiendo “otras” como todo ser vivo. Es entender que otras elecciones son posibles y que no están ni mal ni bien, que las elecciones de vida son diversas, son únicas y son respetables e incluso admirables. Es rechazar relatos míticos y abrazar los propios, aquellos que están por venir y desde los que nos construimos como seres híbridos, tal y como dice Donna Haraway: “A finales del siglo XX —nuestra era, un tiempo mítico—, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos cyborgs” (Haraway, 1984).